Es una pena que el Fundador nunca escribiera una meditación sobre María de Betania, porque su devoción a Jesús ejemplifica la reverencia que el Fundador nos recomienda en lo que se refiere a nuestro compromiso con la Sagrada Escritura. María es aquella a quien Jesús revela su mente y su corazón, porque es ella quien deja de lado cualquier otra preocupación para sentarse a sus pies y escuchar con los oídos de su corazón. No trata de controlar la conversación ni de marcar el orden del día. De hecho, es su afán por escucharle y su receptividad a lo que tiene que decir lo que le atrae. El evangelista no recoge lo que hablaron, así que lo más probable es que no fuera nada trascendental. Tal vez le preguntó cómo estaba y si tenía un chico que le gustara. Tal vez no hizo más que narrarle sus anécdotas del camino, lo que le divertía, le conmovía, le preocupaba, le calentaba o le hacía llorar; en otras palabras, nada más -ni menos- que los intercambios normales que tienen lugar entre buenos amigos. Pero todos sabemos que en esos intercambios «insignificantes» entre quienes se quieren, lo que se comunica de corazón a corazón va más allá de las palabras. Puede que no recordemos lo que se dijo, pero salimos de esos encuentros con una profunda sensación de la presencia del otro: quién es el amado, qué le importa, qué espera o anhela y, a menudo, cómo aparecemos a sus ojos. Aunque sea de forma ínfima, uno no sale sin cambios de esos encuentros personales. Llevamos la huella del otro en el corazón.
Los modernos no tenemos el privilegio de poder sentarnos a los pies de Jesús como María, pero acudiendo especialmente a los testimonios y reflexiones bíblicas posteriores a la resurrección, también nosotros podemos «elegir la mejor parte» y llegar a conocer al Señor resucitado personalmente, íntimamente, transformándonos como sucede entre los mejores amigos. Lo hacemos, en primer lugar, confiando en que las palabras inspiradas son realmente sacramentales, mediadoras de la «presencia real» y de la actividad redentora del Crucificado y Resucitado en nuestro favor; y, en segundo lugar, aportando a nuestra lectura orante la misma anticipación, receptividad y atención amorosa que María aportó a Jesús cuando se sentó con ella al calor de aquella cocina de Betania. Cuando lo hacemos así, las palabras de la Escritura, leídas cada día, se convierten en una puerta de entrada a nuestra propia Betania, donde Cristo espera para revelarse, atraernos hacia sí y transformar nuestra subjetividad por la gracia del Espíritu Santo, de modo que nuestros modos de conocer, confiar y amar puedan conformarse al suyo.
Para reflexionar:
¿Cómo utiliza el Señor Resucitado la Escritura para formarte y transformarte?
¿Tiendes a «dominar la Escritura» o te dejas dominar por ella? ¿Te acercas a la Palabra de Dios desde una postura de control o de sumisión?
¿Qué ideas sobre cómo acercarte a la Escritura puedes extraer de la presencia de María ante Jesús?